Juan García nunca se vestía con colores estridentes, cuidaba su peso – ni gordo ni flaco -, medía las palabras para que no resultaran agresivas o pretenciosas, ni siquiera chistosas. Nunca levantaba el tono de voz. Llegaba a tiempo a su trabajo en el bar y atendía a los clientes con diligencia pero sin excederse en amabilidades. Escuchaba las confesiones de los borrachos, que no tenían reparo en mostrar sus miserias frente a ese hombre que mañana olvidarían, su boca jamás mencionó el nombre de aquellas damas que esperaban en el reservado a sus amantes, ni sus ojos se posaban en los sobres cerrados que circulaban por las mesas de los hombres de negocio.
Ciego, sordo y mudo a cambio de un sueldo miserable y escasas propinas.
Sólo el retiro que planificó durante años lo alentaba a perfeccionar el arte de pasar desapercibido, mientras anotaba el pedido y otros datos en una libretita gris.