domingo, 22 de julio de 2012

Hasta siempre

A tempo

Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar.

Eclesiastés 3:1,2


El nacimiento de Constanza Olivieri estaba previsto para el 21 de junio. Sin embargo, llegó el invierno y de la nena ni noticias. Los primeros días no preocuparon a la doctora y mucho menos a la madre, pero comenzando julio, ya se programaba la cesárea. Jorge Olivieri, el padre, se negaba terminantemente a la intervención.

- Déjenla en paz. Ya va a nacer cuando tenga ganas.

- Usted no entiende, Olivieri; hay un tiempo para todo y no se puede luchar contra eso. Es peligroso; puede traer consecuencias que va a lamentar el resto de su vida - le explicaba la doctora.

Finalmente, el 15 de julio - intervención quirúrgica mediante - nace Constanza en perfectas condiciones. A pesar de tener una inteligencia muy desarrollada para su edad, entró a la escuela con sus 6 años bien cumplidos, porque sólo los nacidos hasta el 30 de junio podían inscribirse con 5. Si bien era sociable, no pudo forjar ninguna amistad con sus compañeros de aula que realmente la marcara. En el recreo siempre intentaba acercarse a los de segundo, pero - los chicos suelen ser crueles - la rechazaban por ser más chica. Se conformó con la amistad que le ofrecían sus compañeras, sin que esto terminara de complacerla totalmente. Nunca le gustaron los chicos de su edad; le parecían inmaduros, casi tontos. En la facultad conoció a Ricardo, algunos años mayor que ella, y enseguida comenzaron a salir. Se sentía cómoda con él, pero no enamorada. Compartían charlas, los amigos de Ricardo se transformaron en sus amigos y por primera vez sintió que pertenecía a un lugar.

A los 23 años consiguió su primer trabajo. El día que se presentó en aquella oficina, conoció a Julio Richardi. Cuando lo vió sintió que su cara comenzaba a arder sin ningún motivo. Titubeó al decir su propio nombre y rió estúpidamente cuando él le sonrió.

Se encerró en el baño y lloró desconsoladamente. Hacía un mes y medio que se había casado con Ricardo.

viernes, 13 de julio de 2012

Donde el diablo perdió el poncho

Cuando Rosendo Peralta entró en la pulpería todos dejaron de hablar. No se movía ni una mosca; hasta el hilo de ginebra que estaba llenando el vaso del Negro Perez pareció congelarse.
Tenía puesto el poncho rojo de lana aunque era enero y el sol pegaba fuerte.
No se lo sacaba ni para dormir y mucho menos para bañarse, porque Don Rosendo no era afecto al agua. Lo había encontrado hacía más de 20 años, abandonado en un banco de la plaza. Las malas lenguas decían que a partir de ese momento las desgracias habían llegado al lugar. La inundación del 68, la sequía del 70, la cosecha del 71 arruinada por el gusano, los vacas muertas por el consumo de un yuyo que no sabían de donde había salido y no podían combatir, el cierre del ferrocarril en el 80. En fin, lo que había sido una ciudad pujante era ahora un pueblo perdido en el medio de la pampa y todo por el poncho del Rosendo. Los más jóvenes se reían de las supersticiones de los viejos y, cansados de vivir en ese lugar donde nunca pasaba nada, huían hacia las ciudades vecinas.
Esa misma tarde calurosa un viajante abrió las puertas de la pulpería y se sentó en una silla del fondo. Desde allá pegó un grito que quebró el silencio y sobresaltó a los parroquianos.
- Rosendo Peralta, he venido por mi poncho.
- Discúlpeme, mozo, pero a usted no lo conozco y el poncho es mío. Lo encontré en buena ley.
- No me haga enojar, Rosendo, que no le conviene. Yo sé por qué se lo digo. Deme el poncho y me voy en paz. Ya bastantes problemas les ha traído. Tengo trabajo en otros lados, no me haga perder el tiempo.
- ¿Y se puede saber quién es usted que anda tan ocupado?
- Lucio Belcebú, pero mis amigos me dicen Lucifer.
- No me suena. ¿Tiene familia en el pueblo?
- Tengo parientes en todos los pueblos. ¿Nunca escuchó eso de pueblo chico infierno grande? Bueno, es porque yo los visito seguido. En cambio, la competencia los tiene olvidados a la buena de ... a la buena de ... bueno, usted me entiende, no?
- No.
- Siempre fue un poco corto de entendederas, Rosendo. Todo el pueblo se daba cuenta que el poncho traía desgracias y usted nada, terco, seguía meta usarlo. Lo peor es que como cometí el error de olvidarlo, ahora no puedo sacárselo por la fuerza. Usted me lo tiene que dar por propia voluntad.
- Entonces se puede ir yendo, porque yo al poncho no lo largo.
- No sea necio, hombre. Dígame que quiere a cambio y yo se lo concedo.
- Quiero el poncho. Sabe que pasa, de tanto usarlo se me hizo carne. Si me lo saco dejo de ser Rosendo Peralta.
- Lo entiendo, Rosendo, pero imagínese lo popular que se va a volver si yo le concedo, por ejemplo, que vuelva el tren. Tengo muchísimos amigos en el poder; ni se imagina cuántos.
- Y para que quiero yo el tren si nunca voy a ningún lado. No, prefiero el poncho.
- ¿Y si elimino el yuyo venenoso y vuelven las vacas, eh? ¿Sabe cómo lo van a respetar? Ya veo los campos llenos de hacienda, con vaquitas que se llamen Rosenda en su honor.
- Dejese de joder, quiere, que encima me van a hacer tomar leche.
- No queda ni un gusano. Le garantizo 50 años de buenas cosechas y una lluvia exacta por año, ni un milímetro más ni un milímetro menos.
Los parroquianos empezaron a mirarse y a mirar fijo a Don Peralta. Hay que reconocer que éste empezó a dudar.
- Afloje, Don Peralta. Tanto lío por un poncho roñoso. Piense en los chicos que se fueron, en el pueblo, en las pobres vacas. Piense, Don Peralta. No sea egoísta.
Al final, entregó el poncho nomás.
Después de algunos años, el pueblo se convirtió en una ciudad enorme gracias al dinero que trajeron distintos terratenientes y hacendados. Como Lucio Belcebú había prometido, las cosechas eran óptimas, la cantidad de lluvia exacta y las vacas engordaban magníficamente. Volvió el tren, volvieron los jóvenes convertidos en profesionales, se triplicó el tránsito, se impusieron nuevas modas. Derribaron la pulpería para construir un shopping, se registraron un promedio de 18 accidentes de tránsito por día , varios fatales, aparecieron los pungas, rateros, ladrones a mano armada, usureros, políticos que hacían campaña todo el año, policías que aceptaban coima.
Pero Rosendo nunca llegó a verlo, porque murió de frío en su rancho ese mismo invierno.

sábado, 7 de julio de 2012

Circe x 2

Relato para Solange

Costábale a Circe abrazar la idea de que Ulises no la amara. ¿No yacía acaso en su lecho cada noche?¿No habían engendrado juntos hijos que correteaban por palacio? Cierto es que había recurrido a sus habilidades de hechicera para que la estadía de su amado se extendiera en el tiempo, pero largos años habían transcurrido desde entonces y él aún permanecía preso de sus encantos.
Mas era otro nombre el que su boca pronunciaba al entregarse en brazos de Morfeo; el nombre de una mujer lejana que habitaba en tierras de Itaca.
Se consoló elucubrando en su mente otro argumento que distaba de lo sentimental; imaginaba que un sentimiento de culpa invadía al soldado por haber dejado librada a su suerte a esposa, hijo y tierra al correr tras la aventura.
En vano procuró que él olvide. Cada noche volvían los recuerdos disfrazados de sueños.
Sumergida en la pena, decidió dejarlo partir, abrigando la esperanza de su retorno. Quizás aquella ya no lo esperaba, ni su hijo lo recordaba, ni sus tierras le pertenecían. Preciso era que él lo comprobara y pudiera así dejar atrás un pasado remoto y entregarse de lleno a la pasión actual que ella le ofrecía.
Lo vio marchar una mañana. Se quedó en el puerto hasta que la nave no fue más que un punto en el horizonte.
Dicen que aún lo espera, mientras practica hechizos para acortar el tiempo.


Relato cerril para el resto de mis lectores.

Harta. Circe estaba harta. ¿Qué más quería este tipo, eh? Le dio todo; el palacio, su cuerpo, hijos. Pero no. Él insistía con esa tal Penélope, que seguro ya se había podrido de esperarlo y estaba casada con otro. Además, después de veinte años de ausencia se habría convertido en una vieja decrépita.
Pero si algo tenía Ulises es que era más terco que una mula. Tanto insistió que terminó ganándole por cansancio y lo echó al carajo.
- Ya vas a volver con el caballo cansado - dicen que fueron sus últimas palabras.
Todavía no lo olvida y pasa las noches pinchando muñecos de paja con forma de soldado.

viernes, 6 de julio de 2012

Volarem humanum est

Salgamos a volar, querido mío; subite a mi ilusión super-sport.
Balada para un loco - Horacio Ferrer

Me acosté a dormir temprano, como todas las noches, porque al día siguiente tenía que trabajar. Intenté avanzar con el libro que empecé hace unas semanas pero en algún momento me venció el sueño. Me desperté con una extraña sensación de liviandad. La espalda estaba separada del colchón varios centímetros y el libro que descansaba abierto sobre mi pecho rodó por el piso.
Estabas dormido al lado mío y te llamé.
- Despertate, amor. Estoy flotando.
No me escuchaste. Murmuraste algo acerca del dólar y seguiste durmiendo.
Mis piernas también empezaron a levitar. Me sentía extraña, pero maravillosamente bien. Te miré dormir y me acordé que hermoso sos cuando estás dormido. Me coloqué sobre vos pero sin rozarte, sobrevolándote. Estudié con detenimiento tu gesto, tu boca - amo tu boca, sabías? -, tus manos con las uñas prolijamente cortadas.
Las alas de la espalda comenzaron a crecer y quise probarlas dando un paseo por la habitación, pero me quedó chico el espacio. Salí a la calle por la ventana y me divertí un rato subiendo lentamente y bajando en picada, me subí al mástil de la plaza Italia y miré el barrio desde lo alto. Volé hasta nuestra cama de nuevo y te desperté, haciéndote cosquillas con las plumas. Frunciste la nariz y refunfuñaste.
- Dejame dormir que mañana madrugo.
- Vuelo, amor. Mirame. Puedo volar. Vení conmigo, dale. Es hermoso.
- No me rompas las pelotas que hace un frío de cagarse.
Te saqué las sábanas, entonces abriste los ojos. Tuviste que levantar la cabeza para mirarme. Por un instante, no hablaste. Sonreí, abrí las alas y te tendí los brazos.
- Vamos. Volemos de acá.
- ¿En qué idioma te tengo que hablar? No me jodas cuando duermo, carajo.
De pronto sentí que las alas empezaron a encogerse, hasta quedar nuevamente pintadas en mi espalda, sin relieve. Lentamente el cuerpo comenzó a recobrar su peso y fui posándome en la cama.
Cuando sonó el despertador tenía el libro aferrado a mis brazos y vos no estabas.