Cuando el Turco sacó los planos, nos fuimos todos de cabeza sobre la mesita del bar. La cosa parecía sencilla. Alquilábamos la casa de la vieja Coria, que estaba pegada a la joyería, hacíamos un boquete en la pared del baño, que justo lindaba con el salón de ventas, entrábamos de madrugada, sacábamos todo lo que podíamos y nos dábamos a la fuga con los bolsillos llenos. Más fácil, imposible.
Mientras mirábamos por dónde pasaba el cablerío y los caños de agua -no sea cosa de morir electrocutados antes de ser ricos -, el Tito habló.
- ¿Y quién va a ser el inquilino? Digo, porque el que figure en el contrato queda pegado con la yuta.
A ninguno se le había ocurrido pensar en semejante nimiedad, pero el Tito siempre cerebral, siempre cagándonos la fruta, nos miraba sobrador.
Para romper el silencio, tiré el nombre del Turco. Al fin y al cabo, la idea era de él. El Turco saltó diciendo que era mejor que alquilara el Zurdo, que tenía recibo de sueldo para presentar en la inmobiliaria, de garantía. El Zurdo dijo que ni en pedo el iba a poner la trucha por nosotros y terminamos los cuatro a las trompadas. Estuvimos una semana sin hablarnos, pero al final aflojamos y nos juntamos para hacer algunos ajustes en el plan. Para cada propuesta nuestra, el Tito tenía algo para objetar. Te juro que te daban ganas de cagarlo a piñas, porque, encima, tenía razón. Si decíamos de meternos en la casa por la fuerza, nos salía con lo de la alarma. Si se nos ocurría hacer el boquete en la medianera del patio, que daba a la oficina del dueño de la joyería, nos hacía acordar que el pitbull de la vieja era capaz de arrancarnos las patas. Así con todo, hasta que nos ganó por cansancio y abandonamos la idea.
Nos seguimos juntando durante un tiempo en el bar, pero con los años nos fuimos alejando. Cada uno hizo su vida y nos fue bastante bien, laburando cada uno en lo suyo.
Menos al Tito, pobre, que está en Batán por robo a mano armada.